¿Qué es el coaching?

"La mente no debe llenarse como un recipiente, sino encenderse como fuego."
— Leonardo Wolk


El coaching es un proceso dinámico e interactivo que tiene como objetivo diseñar el futuro. Este proceso se basa en la asunción de responsabilidades.


Por ejemplo, hay una gran diferencia entre decir "Mi jefe es muy injusto",
y expresar
"No sé cómo hacer para que mi tarea sea reconocida".


En el primer caso, nos posicionamos como víctimas, cerrando todas las posibilidades de acción, salvo que el jefe cambie su actitud. En el segundo caso, aunque se declara una incompetencia, se asume poder, abriendo nuevas posibilidades de acción desde nuestra propia capacidad de intervención.


La clave del cambio no está en la situación, sino en el observador que somos. No se trata de modificar las reglas del ajedrez para que el juego sea más fácil, sino de esforzarnos y expandir nuestras habilidades para jugar mejor. Así, no se trata de cambiar al otro; la variable de transformación es uno mismo.


Como coach, mi tarea es ser una provocadora que facilite el aprendizaje. El coaching es provocación, movimiento y constante desafío, ya que requiere cuestionar las estructuras rígidas de nuestra forma de ser y las concepciones heredadas de cómo “deberían” hacerse las cosas.

El coach es un poco detective. Pero ojo, detective no juez. Se trata de investigar, no de juzgar.


El coaching no aborda estructuras psicológicas profundas, sino que opera en la dimensión de lo consciente, de la conducta observable. En términos simples, podríamos considerar al coaching como una aproximación enfocada en los síntomas y su transformación.


La elección de quién quiero ser


A las personas se nos puede arrebatar todo, salvo una cosa: la última de las libertades humanas, que es la elección personal ante un conjunto de circunstancias para decidir nuestra propia actitud frente a ellas. Esa libertad íntima nunca se pierde y desde ella construimos quiénes somos. 


Quienes decidimos ser,
es siempre nuestra elección.


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Cuando somos niñas, vivimos “primeras veces” constantemente: aprendemos a caminar, a hablar, a andar en bicicleta, a colorear fuera de la línea, a preguntar sin miedo. Cada semana trae una nueva lista de descubrimientos. Vivir es explorar. Al crecer, algo cambia: nos volvemos cautas, cómodas. El miedo al ridículo, al error o a “no hacerlo bien” nos paraliza. Sin darnos cuenta, pasan meses -o años- sin que hagamos algo por primera vez. ¿Por qué dejamos de atrevernos? ¿Por qué creemos que solo se crece cumpliendo años, y no intentando? Este blog no solo cuestiona: es una invitación a moverte desde el deseo, no desde la experiencia; a hacer espacio para lo nuevo; a recordar que todo lo que hoy dominás alguna vez te dio miedo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez? No me refiero a lo que ya hacés con soltura, sino a lo que llevaste a cabo con las manos temblorosas, la voz insegura, el ego pidiéndote que no te expusieras. Empezar no es sinónimo de ignorancia, sino de valentía: de bajar el volumen del ego y subir el de la vida. Hacer algo nuevo te coloca en modo aprendiz: te incomoda, sí, pero también te despierta. Te obliga a escuchar, a mirar con ojos renovados, a pedir ayuda sin culpa. Te devuelve a ese sitio que el mundo adulto suele robarnos: el derecho a intentar. Nos educaron para tener respuestas antes de preguntar, para “hacerlo bien” a la primera. Pero en la vida real se prueba, se fracasa, se vuelve a intentar. Y en ese proceso aparecen cosas hermosas: Se rompe la rutina. Se activan rutas nuevas en la mente y en el corazón. Nos reconectamos con el presente. Recordamos que estar vivas implica equivocarnos sin culpa. Ser principiante también es ser valiente. Hay que tener coraje para decir otra vez: “No sé, pero quiero aprender”. ¿Cuándo fue la última vez que te permitiste tropezar con algo nuevo sin sentirte menos por eso? Este es tu recordatorio, Oveja: no sos menos por empezar de cero; sos más por animarte a crecer. Si necesitás una excusa para dar el primer paso, aquí van algunas ideas: Probar un plato diferente. Pedir ayuda sin miedo. Ir sola a ese lugar que siempre postergaste. Empezar una conversación difícil. Tomar una clase de algo que no dominás. O simplemente decir: “Nunca lo hice, pero quiero intentarlo”. Y si buscás un mantra, que sea este: “Nadie nace sabiendo, pero todas podemos renacer animándonos.” ¡Ahora es tu turno! Pásate por nuestro Instagram @soy_la_oveja_rosa y cuéntanos en los comentarios: ¿Qué hiciste por primera vez últimamente? ¿Qué nueva experiencia te animarías a probar antes de que termine el año? ¡Nos encanta leerte y celebrar cada primer paso contigo!
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En los músculos. En el ánimo. Y en la dignidad… que a veces queda tirada al lado de la bici de spinning. Este artículo es para vos, que alguna vez te sentiste de sobra en un gimnasio lleno de espejos, que fuiste mirada de reojo por sudar “demasiado”, que te bajaste de la elíptica como quien baja de un barco después de cuarenta días. Para las que salieron de la clase de natación sin piernas, porque adentro el cuerpo flota… pero afuera pesa como tus dudas existenciales. Para las que probaron ballet creyéndose zarigüeyas místicas, pero el espejo devolvía un pequeño elefante confundido. Para las que entraron al kung‑fu con la energía de una heroína, y salieron como Po en Kung Fu Panda … pero sin la sabiduría y con una contractura. Para las que, antes de colgarse de las barras paralelas, evaluaron con seriedad si esa estructura era anticolapso. Para las que sobrevivieron a una clase de spinning… pero no sobrevivieron al asiento. Ese dolor no está tipificado, pero debería tener obra social. Para las que intentaron yoga con la esperanza de encontrar paz interior, y solo encontraron calambres y un pedo involuntario en la postura del niño. Para las que fueron a boxeo y pensaron que era solo pegarle a la bolsa, pero terminaron rogando que alguien las reviva con sales en la cuarta ronda de burpees. Para las que fueron a escalar y descubrieron que la única pared que trepan con éxito… es la de las excusas para no volver. Para las que se metieron a una clase de ritmos latinos creyendo que era Zumba, y salieron con una crisis de identidad y la cadera dislocada. Para las que se unieron a un partido recreativo de básquetbol y terminaron rogando un tanque de oxígeno, mientras el resto parecía recién salido de Space Jam . Para las que corrieron solo “dos cuadritas” y luego necesitaron un Uber para el alma. Este es un espacio para decir: “Yo también sentí que ese lugar no era para mí.” Pero igual me moví. Igual fui. Igual sigo. Dejá tu experiencia en @soy_la_oveja_rosa. Compartí tu anécdota, tu blooper, tu logro pequeño o tu gran fracaso con final feliz. Porque mover el cuerpo es también mover la vergüenza, mover la culpa, mover la historia.  Y eso… eso sí se nota. Aunque no haya abdominales a la vista.
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Maternar es un verbo irregular. Cada quien lo conjuga como puede.
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Desear cuando lo primero que sentís es vergüenza no es fácil. Desear cuando tu primer impulso es esconderte se vuelve casi un imposible. Y no, no es tu culpa. No es tu falta de autoestima. No es que no sepas “disfrutar”. Las investigaciones son claras: Una mala imagen corporal está directamente relacionada con menos deseo sexual, menor disfrute y mayores dificultades para alcanzar el orgasmo (Journal of Sex Research, 2017; Cash & Smolak, 2011). ¿Cuánto podés entregarte al placer si tu mente está ocupada pensando si tu panza se nota, si tu celulitis es visible o si tu cicatriz “arruina” el momento? ¿Cómo vas a disfrutar si, antes de sentir deseo, aprendiste a sentir vergüenza? No nos entrenaron para sentir. Nos entrenaron para corregirnos. Nos entrenaron para esconder cada pliegue, cada marca, cada imperfección que no encaja en la vitrina de lo aceptable. El problema nunca fue tu cuerpo El problema fue, y sigue siendo, la mirada que te enseñaron a tener sobre tu cuerpo. Una mirada que no observa: juzga. Que no acompaña: exige. Que no abraza: mutila. Reconciliarte con tu cuerpo no es opcional si querés reconciliarte con tu placer. No porque tengas que amarlo siempre. No porque sea perfecto. Sino porque mereces sentirte en casa adentro de tu piel. Salir del clóset de tu cuerpo: un grito de libertad Así como salir del clóset para las personas LGBTQ+ implica romper el silencio, desafiar el mandato del ocultamiento y vivir con autenticidad, salir del clóset de tu cuerpo: Es declarar que tu existencia no tiene que ser escondida para merecer ser celebrada. Es dejar de pedir permiso para ser vista. Es dejar de editarte para existir. Es dejar de pensar que tenés que ser «otra versión de vos» para ser deseable, válida o digna de placer. Salir del clóset de tu cuerpo es rebelarte contra la vergüenza que te enseñaron. Es elegir sentir antes que esconderte. Es recuperar el deseo que siempre te perteneció, antes de que el miedo se lo robara. ¿Por qué es urgente hablar de esto? Un estudio reciente del Journal of Health Psychology (2021) encontró que más del 70 % de las mujeres experimentan preocupaciones sobre su apariencia durante el sexo, afectando directamente su capacidad de excitarse y alcanzar el orgasmo (Journal of Health Psychology, 2021). La revolución no empieza cuando bajás una talla. No empieza cuando eliminás tus estrías, tu celulitis o tu cicatriz. La revolución empieza en cómo decidís habitarte. En cómo te animás a mirarte sin odio. En cómo te negás a seguir pidiendo disculpas por ocupar espacio. Recuerda: No necesitás corregirte para ser digna de placer. No necesitás encajar para ser deseada. No necesitás esconderte para ser amada. Tu cuerpo no es el problema. Tu vergüenza no es tu esencia. Tu libertad empieza cuando dejás de pedir permiso para habitarte. Salir del clóset de tu cuerpo es un acto de amor propio. Y también de rebelión. Y también de resistencia. Porque vivir en voz alta, en cuerpo completo, es el primer grito de libertad que el mundo necesita escuchar. Fuentes: • Journal of Sex Research (2017). Body Image and Sexual Functioning. • Cash, T. F., & Smolak, L. (2011). Body Image: A Handbook of Science, Practice, and Prevention. • Journal of Health Psychology (2021). Impact of body image on sexual health outcomes.
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Nadie llega al mundo con ningún título puesto y mucho menos el de “ Oveja Rosa” . No nacimos con etiquetas de valentía ni con manuales de autenticidad debajo del brazo. Nos formamos en el camino: a veces a golpes, a veces con lágrimas, a veces con una fuerza que ni sabíamos que teníamos. Muchas, primero, fuimos ovejas negras: las diferentes, las incómodas, las que no encajaban. Hasta que, un día, en lugar de seguir pidiendo permiso para pertenecer, nos teñimos de rosa y comprendimos que no estábamos equivocadas, sino despertando. Nos convertimos en Oveja Rosa cuando nos cansamos de encajar en moldes que no elegimos; cuando dejamos de callarnos por educación o por miedo; cuando soltamos el disfraz de lo que “deberíamos ser” y nos animamos, por fin, a ser quienes somos. Ser una Oveja Rosa no es una rareza genética: es una decisión, una elección consciente de vivir con autenticidad aunque incomode; de rebelarse con conciencia, sin odio, sin culpa y sin disfraces; de no encajar si el precio es dejar de ser vos; de levantar la voz, pero también de abrir el corazón; de saber que tu diferencia no te aleja, sino que te define. Porque ser una Oveja Rosa es: Rebelarse con conciencia, no desde la reacción. Transformar el estigma en emblema. Ver el paso del tiempo como una elevación, no un declive. Reconocerse en las imperfecciones, no corregirse para gustar. Y nunca, nunca dejar que el privilegio nuble la empatía. Ser una Oveja Rosa es entender que la belleza sin libertad no sirve, que la perfección sin goce no alcanza, y que la buena vida empieza cuando dejás de exigirte y empezás a abrazarte; cuando elegís el espejo no para juzgarte, sino para reconocerte; cuando comprendés que ser fuerte no es aguantarlo todo, sino dejar de aguantarte a vos misma. Oveja Rosa se hace cuando te cansás del piloto automático, cuando te das cuenta de que no querés heredar más mandatos, cuando ya no te alcanzan los “deberías” y empezás a buscar lo que verdaderamente querés. Y, sobre todo, cuando decidís encenderte para encender a otras, porque una Oveja Rosa no ilumina sola: su luz no es exclusiva, ni limitada, ni frágil, sino expansiva. Parte del ADN de una Oveja Rosa es encender otras velas: entendimos que iluminar a otras no apaga la propia llama; al contrario, cuanto más velas se encienden, más claro se ve el camino, más fuerte es la tribu, más poderosa la comunidad y más transformador el mensaje. Ser Oveja Rosa es ser chispa y fuego: es abrir camino, es decir “yo me animo” para que otra diga “yo también puedo”, es ser esa voz que te hubiera gustado escuchar, esa red que te hubiera gustado tener, ese abrazo que te hubiera salvado una vez. Y si todo esto te resuena… entonces ya lo sos; solo te faltaba recordarlo. Bienvenida a tu rebaño. Bienvenida a tu revolución.