Romper el círculo: Mi nueva Navidad

Cuando era pequeña, la Navidad era una mezcla de sensaciones contradictorias. Por un lado, estaba la ilusión, la magia que flotaba en el aire, las luces que adornaban las calles y esa promesa de alegría que parecía envolverlo todo. Era un paréntesis maravilloso, un tiempo donde todo giraba en torno a la sorpresa, el disfrute y la expectación. El mundo se vestía de rojo brillante, y los regalos llenaban el corazón de emoción por lo nuevo y lo inesperado.


Sin embargo, en mi casa existía otro lado de la historia, uno que no encajaba en esa narrativa idealizada. Cada Navidad, casi como un ciclo inevitable, mi padre cedía a su adicción y bebía. Lo que comenzaba como una celebración se transformaba en un círculo de violencia: gritos, peleas y un ambiente cargado de tensión que lo alteraba todo. La comida, preparada con tanto esmero, quedaba casi intacta, mientras mi hermana y yo nos refugiamos en los programas de televisión, comiendo turrones a escondidas, intentando desconectarnos de lo que no podíamos controlar. Para muchos, la Navidad es sinónimo de alegría, pero para nosotras era un recordatorio de la fragilidad de la felicidad.


No cuento esto para arruinar el espíritu navideño, ni mucho menos. No busco despertar lástima ni ser el “Grinch” que apaga la luz del árbol. Al contrario, quiero transmitir que romper ese círculo es posible.


Hoy, los 24 de diciembre ya no traen consigo ese nudo en el estómago que anticipa la tormenta. Ya no siento ansiedad por cada palabra, gesto o mirada que pudiera detonar un conflicto. No hay presión por hacer monerías para distraer la atención ni la necesidad de sostener un ambiente insostenible. Ya no vivo esperando que todo explote en cualquier momento.


He aprendido que, con esfuerzo, es posible reconstruir la forma en que vivimos las fiestas y, con ello, la vida misma. Ahora puedo planear cenas deliciosas, elegir regalos y saber que realmente los disfrutaré, sin miedo ni fantasmas que arruinen todo. Ese ciclo, que parecía eterno, finalmente se ha roto. Sé que es posible encontrar paz, incluso en los días que antes estaban marcados por el caos.


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Cuando somos niñas, vivimos “primeras veces” constantemente: aprendemos a caminar, a hablar, a andar en bicicleta, a colorear fuera de la línea, a preguntar sin miedo. Cada semana trae una nueva lista de descubrimientos. Vivir es explorar. Al crecer, algo cambia: nos volvemos cautas, cómodas. El miedo al ridículo, al error o a “no hacerlo bien” nos paraliza. Sin darnos cuenta, pasan meses -o años- sin que hagamos algo por primera vez. ¿Por qué dejamos de atrevernos? ¿Por qué creemos que solo se crece cumpliendo años, y no intentando? Este blog no solo cuestiona: es una invitación a moverte desde el deseo, no desde la experiencia; a hacer espacio para lo nuevo; a recordar que todo lo que hoy dominás alguna vez te dio miedo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez? No me refiero a lo que ya hacés con soltura, sino a lo que llevaste a cabo con las manos temblorosas, la voz insegura, el ego pidiéndote que no te expusieras. Empezar no es sinónimo de ignorancia, sino de valentía: de bajar el volumen del ego y subir el de la vida. Hacer algo nuevo te coloca en modo aprendiz: te incomoda, sí, pero también te despierta. Te obliga a escuchar, a mirar con ojos renovados, a pedir ayuda sin culpa. Te devuelve a ese sitio que el mundo adulto suele robarnos: el derecho a intentar. Nos educaron para tener respuestas antes de preguntar, para “hacerlo bien” a la primera. Pero en la vida real se prueba, se fracasa, se vuelve a intentar. Y en ese proceso aparecen cosas hermosas: Se rompe la rutina. Se activan rutas nuevas en la mente y en el corazón. Nos reconectamos con el presente. Recordamos que estar vivas implica equivocarnos sin culpa. Ser principiante también es ser valiente. Hay que tener coraje para decir otra vez: “No sé, pero quiero aprender”. ¿Cuándo fue la última vez que te permitiste tropezar con algo nuevo sin sentirte menos por eso? Este es tu recordatorio, Oveja: no sos menos por empezar de cero; sos más por animarte a crecer. Si necesitás una excusa para dar el primer paso, aquí van algunas ideas: Probar un plato diferente. Pedir ayuda sin miedo. Ir sola a ese lugar que siempre postergaste. Empezar una conversación difícil. Tomar una clase de algo que no dominás. O simplemente decir: “Nunca lo hice, pero quiero intentarlo”. Y si buscás un mantra, que sea este: “Nadie nace sabiendo, pero todas podemos renacer animándonos.” ¡Ahora es tu turno! Pásate por nuestro Instagram @soy_la_oveja_rosa y cuéntanos en los comentarios: ¿Qué hiciste por primera vez últimamente? ¿Qué nueva experiencia te animarías a probar antes de que termine el año? ¡Nos encanta leerte y celebrar cada primer paso contigo!